Viaje al centro de la Tierra

Viaje al centro de la Tierra es una de las novelas más admiradas y populares de Julio Verne, considerado, junto con H. G. Wells, el «padre de la ciencia ficción».

En esta ocasión, el escritor francés, se encarna por partida doble en la persona del profesor Lidenbrock, un excéntrico científico alemán, y su sobrino Axel, joven aún y huérfano, aprendiz de geólogo, que vive bajo su protección. El objetivo de la aventura que les une a los dos es demostrar que se puede llegar hasta el mismísimo centro de la Tierra siguiendo las huellas de Arne Saknussemm, un antiguo escritor del siglo XVI, investigador y viajero, que dejó un manuscrito secreto con las claves para realizar la expedición.

Con este argumento, Verne nos arrastra a una historia descabellada de aventuras y continuas sorpresas que ponen a prueba hasta el límite a sus protagonistas. Una obra que cautiva y fascina por igual a todo aquel lector que se acerca a ella.

Características del libro:

Información adicional

Isbn:

978-84-18145-07-0

Nº de Páginas:

224 páginas

Dimensiones:

12 x 19 cm

Formato Portada:

Rústica

"Me encanta Verne, lo leo desde niño ¡y ya tengo 46 años! Unas historias que te empujan siempre a la aventura, a divertirte viviendo tu pasión." —Enrique Poncel

Lee un Avance de este libro

Si no conoces las bases, los cimientos, que hacen que este libro sea una obra maestra del género, te animamos a que empieces a leer el avance que te hemos preparado en la página virtual de abajo. Haz scroll. Ahí encontrarás un breve prólogo que te dará algunas pinceladas sobre lo que vas a descubrir a lo largo del libro, al tiempo que va a reactivar en ti el interés por esta magnífica pieza.

A continuación, podrás disfrutar de los primeros capítulos, para que así, de primera mano, te des cuenta de la dimensión de la obra que vas a comenzar.

¡FELIZ LECTURA!

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 Prólogo 

Viaje al centro de la Tierra es una novela del escritor francés Julio Verne (1828-1905) publicada en 1864. Su autor es uno de los novelistas más importantes de Francia y de toda Europa, gracias a la influencia de sus libros en la literatura posterior. Asimismo, se le considera, junto con H. G. Wells, el «padre de la ciencia ficción»

Muchos de los tópicos y temas de la ciencia ficción actual tienen su origen en Julio Verne, un maestro de este género y de la narrativa de aventuras, que supo capturar el espíritu de su tiempo e imprimir su carácter explorador en cada una de sus obras. Él nos llevó bajo el mar, a la luna, a lo alto del cielo, a dar la vuelta al mundo en 80 días… e hizo que el protagonista de uno de sus relatos descendiera al centro de la Tierra. Es la segunda aventura imaginada por Julio Verne de una larga serie que, con más de cincuenta entregas, estaría escribiendo durante toda su vida.

Sin duda, Verne tenía un espíritu aventurero que necesitaba salir de vez en cuando a darse una vuelta. En esta ocasión, el literato francés, se encarna por partida doble en la persona del profesor Lidenbrock, un excéntrico científico alemán, y en su sobrino Axel, joven aún y huérfano, aprendiz de geólogo, que vive bajo su protección.

El objetivo de la aventura que les une a los dos es demostrar que se puede llegar hasta el mismísimo centro de la Tierra siguiendo las huellas de Arne Saknussemm, un antiguo escritor del siglo XVI, investigador y viajero, que dejó un manuscrito secreto con las claves para realizar la expedición.

Con este argumento, Verne nos arrastra a una historia descabellada de aventuras y continuas sorpresas que ponen a prueba hasta el límite a sus protagonistas.

La historia es narrada por Axel, quien la escribe para compartir los recuerdos de su aventura. Es una especie de diario de viaje que, en la propia obra, en una mezcla de realidad y ficción, él dice haber entregado para su publicación por entregas semanales, con grandísimo éxito entre los lectores. Éxito que continúa actualmente pues es una novela que cautiva a toda aquella persona que se acerca a ella.

—Juan José Marcos

 

“El poder creativo de la naturaleza está más allá del instinto de destrucción del hombre.”

Julio Verne


 Capítulo I 

El domingo 24 de mayo de 1863, mi tío, el profesor Lidenbrock, regresó precipitadamente a su casita del número 19 de Königstrasse, una de las calles más viejas del casco antiguo de Hamburgo.

Su criada Marthe se apuró enormemente al creer que se había retrasado en sus faenas, pues apenas acababa de comenzar a preparar la comida en el fogón.

«Bueno —me dije—, si mi tío, que es el hombre menos paciente que hay, viene con hambre, va a poner el grito en el cielo.»

—¡Señor Lidenbrock, qué temprano ha llegado! —exclamó la pobre Marthe, atónita, mientras entreabría la puerta del comedor.

—Sí, Marthe; pero no tienes la culpa de que aún no esté preparada la comida porque ni siquiera son las dos. Acaba de dar la una y media en San Miguel.

—¿Por qué habrá venido tan pronto el señor Lidenbrock?

—Probablemente nos lo explique él mismo.

—¡Por ahí viene! Me voy. Señor Axel, hágale entrar en razón.

Y Marthe, la criada, se marchó corriendo a su laboratorio culinario dejándome a solas con él.

Sin embargo, mi carácter apocado no es el más adecuado para hacer entrar en razón al más irritable de todos los catedráticos, de modo que me dispuse a irme discretamente a la salita del piso de arriba que me servía de dormitorio, cuando la puerta de la calle giró sobre sus bisagras, la escalera de madera crujió bajo el peso de sus grandes pies, y el dueño de la casa cruzó el comedor y entró presuroso en su despacho tras dejar a su paso el pesado bastón en un rincón y arrojar su sombrero mal cepillado sobre la mesa. Entonces me llamó en tono imperioso:

—¡Axel, ven!

Aún no había tenido tiempo de moverme cuando me gritó con aspereza el profesor:

—¿Se puede saber qué haces que no estás aquí?

Así pues, corrí al despacho de mi irritable maestro.

Debo confesar de buen grado que Otto Lidenbrock no era mala persona; pero si no cambia y mucho, cosa que creo improbable, morirá siendo el hombre más estrafalario e impaciente que haya existido.

Era profesor del Johannæum, donde impartía lecciones en la cátedra de mineralogía y, por regla general, se enfurecía una o dos veces durante cada clase. Aquello no se debía a que le preocupase el deseo de tener alumnos aplicados o el grado de atención que prestasen a sus explicaciones, ni el éxito que pudiesen tener en sus estudios gracias a ello, pues esos detalles le traían al fresco. Utilizando una expresión de la filosofía alemana, enseñaba «subjuntivamente»; es decir, que enseñaba para él, no para los demás. Era un erudito egoísta, un pozo de ciencia cuya garrucha chirriaba cuando se quería sacar algo de él. En una palabra, era un avaro.

Hay en Alemania algunos profesores de esta índole.

Por desgracia, mi tío no estaba dotado de una gran facilidad de palabra, al menos cuando hablaba en público, lo cual constituye una terrible traba para un orador. Durante sus explicaciones en el Johannæum, se detenía en ocasiones, pugnando con un vocablo contumaz que se negaba a salir de sus labios; con uno de esos términos que se resisten y se inflan para terminar siendo expulsadas en forma de palabrota y que daban origen a su mal genio.

Existen en mineralogía muchas denominaciones medio griegas y medio latinas de difícil pronunciación, nombres toscos que lastimarían los labios de un poeta. No quiero hablar mal de esta ciencia, lejos de mí algo semejante. Sin embargo, cuando uno se halla ante cristalizaciones romboédricas, resinas retinasfálticas, gelenitas, fangasitas, molibdatos de plomo, tungstatos de manganeso y titoniatos de circonio se puede perdonar que la lengua más ducha se trabe.

Este disculpable defecto de mi tío era conocido por todos en la ciudad y muchos insolentes lo aprovechaban para hacer burla de él, lo cual lo sulfuraba en extremo, siendo su furia motivo de que aumentasen las risas, cosa de muy mal gusto incluso en Alemania. Ahora bien, aunque siempre había en su aula un gran número de oyentes, no es menos cierto que la mayoría de ellos acudían solo para divertirse a expensas suyas.

En todo caso, no me hartaré de repetir que mi tío era un auténtico erudito, aunque en muchas ocasiones rompiese los especímenes de los minerales porque los trataba sin el debido cuidado, pero al genio del geólogo sumaba la perspicacia del mineralogista. Nadie rivalizaba con él cuando tenía en las manos el martillo, el punzón, la brújula, el soplete y el frasco de ácido nítrico. Clasificaba sin vacilar cualquiera de las seiscientas especies de minerales que en la actualidad conoce la ciencia solo por su forma de quebrarse, por su aspecto y su dureza, por su fusibilidad y sonido, por su olor y su sabor.

Por eso el nombre de Lidenbrock gozaba de gran reputación en los gimnasios y asociaciones nacionales. Humphry Davy, de Humboldt y los capitanes Franklin y Sabine no dejaban de visitarle a su paso por Hamburgo. Becquerel, Ebelmen, Brewster, Dumas, Milne—Edwards y Sainte—Claire—Deville solían consultarle las cuestiones más interesantes de la química. Esta ciencia le debía descubrimientos importantísimos y, en 1853, había aparecido en Leipzig un Tratado de Cristalografía Trascendental del profesor Otto Lidenbrock, obra en folio ilustrada con diversos grabados que, no obstante, jamás cubrió los gastos de impresión.

A lo dicho se sumaba que mi tío era conservador del museo mineralógico del señor Struve, embajador de Rusia, cuya valiosa colección gozaba de un justo y merecido prestigio en toda Europa.

Esta era la persona que me llamaba con tanta impaciencia. Imaginen a un hombre alto, enjuto, con una salud de hierro y aspecto juvenil que aparentaba diez años menos de los cincuenta que realmente tenía. Sus grandes ojos giraban sin cesar detrás de sus lentes; su nariz larga y afilada se asemejaba a una lámina de acero; quienes lo acosaban con sus burlas aseguraban que estaba imantada y traía las limaduras de hierro. Sin embargo, aquello era un infundio, ya que solo atraía al tabaco en gran abundancia, dicho sea de paso y a fuer de sinceros.

Una vez que haya dicho que mi tío caminaba con pasos exactamente idénticos, que cada uno medía una longitud de media toesa y haya añadido que siempre lo hacía con los puños bien apretados, señal de su impetuoso carácter, el lector lo conocerá lo suficiente como para no desear su compañía.

Vivía en una humilde casita de Königstrasse que había sido construida a partes iguales con madera y ladrillo, y daba a uno de esos tortuosos canales que cruzan el barrio más antiguo de Hamburgo, que por suerte respetó el incendio de 1842.

Es verdad que la casa estaba un poco inclinada y tendía su vientre a los transeúntes, que tenía el tejado caído sobre la oreja como las gorras de los estudiantes de Tugendbund y la verticalidad de sus líneas no era la más perfecta; sin embargo, se mantenía en pie gracias a un secular y fuerte olmo que servía de apoyo a la fachada, y la rejuvenecía a través de las ventanas con su alegre verde cuando se cubría de hojas al llegar la primavera.

Para ser un profesor alemán, mi tío era rico. La casa y todo lo que contenía eran de su propiedad. Su ahijada Graüben, una joven virlandesa de diecisiete años, la criada Marthe y yo compartíamos la vida allí con él. Yo, como huérfano y sobrino suyo, le ayudaba con sus experimentos.

Debo confesar que me dediqué con gran entusiasmo a la mineralogía, pues por mis venas circulaba sangre de mineralogista y jamás me aburría en compañía de mis valiosas piedras.

En pocas palabras, vivía feliz en la casita de Königstrasse, pese al carácter impaciente de su propietario, porque, al margen de su brusquedad, siempre me demostró un gran afecto. Sin embargo, su gran impaciencia no le dejaba aguardar y siempre intentaba caminar más deprisa que la propia naturaleza.

Cuando sembraba en abril esquejes de reseda o de euforbias en las macetas de barro del salón, iba cada mañana a tirarles de las hojas para acelerar su crecimiento.

Ante tan original personaje no quedaba más remedio que obedecer ciegamente, así que acudí corriendo a su despacho.

 

FIN DE LAS PRIMERAS PÁGINAS…

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Si no conoces las bases, los cimientos, que hacen que este libro sea una obra maestra del género, te animamos a que empieces a leer el avance que te hemos preparado en la página virtual de al lado. Haz scroll. Ahí encontrarás un breve prólogo que te dará algunas pinceladas sobre lo que vas a descubrir a lo largo del libro, al tiempo que va a reactivar en ti el interés por esta magnífica pieza.

A continuación, podrás disfrutar de los primeros capítulos, para que así, de primera mano, te des cuenta de la dimensión de la obra que vas a comenzar.

¡FELIZ LECTURA!

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Una de las mejores obras de Julio Verne, parece mentira que hayan pasado ya decenas de años desde que se escribió. Modernísimo a nivel científico y muy entretenido a nivel narrativo.

Pol

Axel y Lidenbrock son personajes inolvidables a los que volveremos una y otra vez a lo largo de libros, películas y series. Todos queremos ser como ellos, aventureros y valientes.

Hans Müller Torres

Me encanta Verne, lo leo desde niño ¡y ya tengo 46 años! Unas historias que te empujan siempre a la aventura, a divertirte viviendo tu pasión.

Enrique Poncel

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